La belleza de una vida dentro del cine

“Esta tarde, cine en mi casa, a dos reales”, avisó a sus compañeros de la escuela. En lugar de dedicarse a hacer los deberes, se pasó una tarde entera recortando entradas de cine, que entregó a sus amigos con la intención de que acudieran a la proyección de una película, aprovechando la ausencia de su madre. La venta de los tickets fue un éxito rotundo y una cola de unos treinta niños entusiasmados se formó frente a la puerta. Apenas tenía siete años de edad y, sin sospecharlo, este episodio sería el germen de una apasionante aventura cinematográfica.

Este es el relato, digno de ser contado en 24 fotogramas por segundo, que Carlos Jiménez, coleccionista y antiguo empresario de cine, narra acerca de los orígenes de un amor encarnado hoy en el Museo del Cine: espacio mágico y evocador, ubicado en Villarejo de Salvanés, que fue inaugurado en 2012. Un proyecto que es el culmen de todo un proceso que inició cuando tenía ocho años (un año después de la primera travesura de armar un cine en casa), época en la que empezó un coleccionismo espontáneo. Está claro: quinientos proyectores e innumerables objetos no se coleccionan en una semana.

A esa edad, su padre, quien había fundado un cine en el pueblo, lo dejaba a cargo de cientos de personas que llenaban la sala. Durante su ausencia, él era el operador, nada menos que el rey; y su labor consistía en maniobrar un proyector enorme, de voltaje peligroso, que le fascinaba mucho. Sin embargo, había ocasiones en las que el aburrimiento lo embargaba, especialmente cuando los domingos tenía que “echar” la misma película en dos sesiones continuas. En el entretanto, se ponía a jugar con los trastos viejos que poco a poco fue acumulando en su habitación. De repente, se encontró con un suceso totalmente inesperado: era dueño de la colección de cine más importante de Europa.

A lo largo de cincuenta años, aquello que empezó como un juego, siguió una cadena de acontecimientos que forjaron su espíritu de coleccionista, un calificativo o, más bien, oficio, que nunca pretendió; y que incluso siendo un niño lo veía tan grandioso, que ni siquiera se lo planteaba. “Para mí, esto era una cosa de otro mundo. Es algo que poco a poco surge y cuando te das cuenta, estás muy metido en ello”. Hasta que aquello que nació como un gusto personal, cambió con el tiempo. ¿De qué le servía tener resguardadas tantas cosas valiosas si no las compartía con los demás?

Así nació la idea de construir este templo en el que tras cada pisada la persona emprende un viaje memorable hacia rutas impregnadas de nostalgia y sentimientos latentes, asombrada ante las historias y curiosidades que no se consiguen en los libros. Por otro lado, quien viene aquí retrocede en el tiempo, revive sus épocas de juventud y se vuelve a su casa “más contento que unas castañuelas”. ¡Cómo ser indiferente ante el cartel de Marcelino, pan y vino, la película que muchos abuelos y abuelas de 70 años recuerdan haber visto cuando eran unos adolescentes!

 “Esto es porque siempre queremos volver al pasado, nos gusta buscar en el baúl los recuerdos buenos. Por eso parece que los tiempos pasados son los mejores, porque los malos los arrinconamos”. Justamente en medio de esa travesía de rescatar grandes episodios de la memoria, comparte uno de sus recuerdos más bellos: aquella tarde invierno en la que su padre lo llevó por primera vez al cine. “Yo estaba nervioso. Ni yo sabía qué era el cine, ni mi padre sabía qué película echaban. Al preguntar qué película ponían, nos respondieron: ‘Una’. Nadie sabía qué íbamos a ver, pero la ilusión de todos era enorme”.

Carlos Jiménez, además de desarrollar una faceta temprana de espectador, compartió con su padre, que fundó distintos cines, la experiencia de proyectar películas en los pueblos. Esta labor no solo la llevaban a cabo en Villarejo de Salvanés, sino en los alrededores. Él, que conoce cómo funcionaban los cines rurales, es testigo de los cambios que se han vivido en estos lugares. Para contarlo, decidió escribir Sentados en la butaca de un cine, novela en la que desparrama su deseo de que no desaparezcan determinadas memorias, para que sirvan como un descubrimiento entre las nuevas generaciones.

“El cambio es brutal; no solo el cine, en la maquinarias, sino en las personas, en la sociedad. Todos los conocimientos que introduzco en el libro, contando cómo era el cine y cómo eran los acomodadores; que la gente iba con manta, que había un descanso en la película o que mi padre abrió el cine sin butacas porque no podía comprarlas y que todos se traían las sillas de sus casas, son curiosidades que muestran el ambiente que había”.

¿Quién es capaz de dudarlo? El cine fue, y sigue siendo, un espectáculo único. Durante el siglo XX este fenómeno significó que, por ejemplo, en una pequeña aldea se conociera de la existencia de semáforos en las ciudades porque la gente los miraba las películas. El cine, damas y caballeros, es un transmisor de cultura. Y aunque muchas veces Carlos Jiménez se ha enfrentado a la duda de si todo lo que hace vale la pena, es la pasión verdadera la que lo mantiene en pie. Cada visita guiada que dirige es para él un disfrute. “Cuando veo que a la gente se le cae la baba con las historias que le cuento, ese es el aplauso que necesita el actor y yo quiero compartirlo con todo el mundo”.

Una de las anécdotas más llamativas es el recorrido que él hacía junto a su padre, llevando un rollo con la misma película para proyectarla en distintos pueblos porque no podían pagarla para cada uno de los cines que regentaba. Esto se debía, explica, a que en ese entonces tenían que comprar las películas por lotes y, entre tantas, venía una sola buena, que era la que proyectaban. La cuestión es que “mentían” a la distribuidora, diciéndole que la contrataban para un solo pueblo, mientras que la reproducían en toda la provincia.

O cómo en una ocasión, en pleno verano, regresando a las tres de la madrugada, unas quinientas personas se encontraban en las afueras del cine, tomando el fresco y esperando que ellos volvieran con la película para disfrutarla. Un acontecimiento que revela cierta locura que el cine ocasiona en quienes se acercan a él: “El cine engancha; en especial el ambiente de alegría. No es igual ver una película solo que con público, no es igual ver una película en el móvil que verla acompañado en una sala. Es un verdadero espectáculo cinematográfico”.

El resguardo de muchas de estas memorias son sus anotaciones. Tanto ha vivido que es necesario recurrir a los papeles donde tiene todo escrito para poder recordarlo. En su mente, sin embargo, quedan certezas bastante claras. “Vivir el cine es mi fuente de escape. El cine me ha hecho viajar muchísimo, conocer a gente, coleccionar con ilusión”. Mantener el museo abierto no es algo que le genere grandes ingresos, pero cada vez que la gente que se acerca y conversa con él, realmente se emociona. Es una experiencia que va más allá de ser un coleccionista, el cine es todo para él.

Es cierto que luego de esta aproximación a la fascinación de Carlos Jiménez, probablemente sea fácil asumir que él es consciente de la belleza de este sitio y del valor que representa para Villarejo de Salvanés. Aunque la presunción es bastante cierta, y él tiene claro que alberga un tesoro invaluable, manifiesta que está tan acostumbrado a ver las mismas piezas todos los días, que a veces olvida cuánto las aprecia. ¿Será porque a veces resulta más sencillo amar las cosas desde afuera? ¿O porque en ocasiones nos deslumbramos por la novedad? Cuando alguien le pregunta cuál es la que entre todas le gusta más, él responde, sin titubeos: “La que todavía me falta por tener”.