El vino: sus más bellos matices

En el vino, como en la vida misma, nada es casual, todo tiene una razón. Elaborarlo, requiere de mucho trabajo, esfuerzo, investigación. Entre todas las bebidas, ésta destaca por sus sutilezas; la sensibilidad en las manos del creador marca la diferencia. El vino, que nace en la viña, es llevado a la bodega con todas sus partes más nobles, escondidas en el hollejo de la uva: el sabor, el color, los aromas. Resguardado en las barricas se transforma y, según el trato que reciba, sus características pueden potenciarse.

Antes de continuar, aclaramos que las siguientes líneas no contienen un extenso tratado sobre el vino y sus propiedades, son más bien el acercamiento a un personaje que, con pasión desmedida, nos paseó por algunos recodos de su experiencia íntima con esta bebida que más que el contenedor de millones de uvas fermentadas, es un ser viviente. ¿Cómo es que el vino es un ser viviente? Sí; lo es en la manera en que sus matices se transforman y en el constante proceso de evolución en el que se encuentra inmerso.

Una afirmación que no nace de nosotros, sino de la conversación con Félix Martínez, hombre dedicado toda la vida al vino: oficio prácticamente heredado. En este encuentro, en el que hablar del paso del tiempo es inevitable, comienza relatando que el origen está en su abuelo, quien llevaba su mismo nombre, y hacía “sus pinitos” con el vino como agricultor particular. Más adelante, Gregorio, su padre, empezó a elaborar vinos con más intensidad; época en la que no existían bodegas industriales y los agricultores que eran dueños de viñas elaboraban su propio vino y lo vendían al público directamente.

Entonces, cuando era un muchacho, él también se inclinó por este maravilloso mundo y estudió Ciencias Químicas en Madrid, para poner en práctica los conocimientos adquiridos y, cómo no, todo lo que su padre le enseñó, pues la química del vino es particular. Poco a poco, el negocio fue creciendo hacia otras latitudes. “Nosotros llegamos a vender en esta bodega, que es pequeña, cincuenta millones de litros de vino en un año”. En aquel momento, confiesa, no sospechó que desde este lugar exportaría a más de treinta países.

Al principio, señala, se conformaba con el mercado madrileño, donde cuenta con una concentración de consumidores extraordinaria. Hoy, Vinos Jeromín es reconocida como la bodega más importante y la principal productora de vinos en Madrid. En la calle Juan de Austria, en Villarejo de Salvanés, se encuentra esta asombroso lugar, construido hace más de sesenta años. Durante este tiempo, además de presenciar la evolución del vino, Félix Martínez también nota, de manera inevitable, cómo el pueblo se ha transformado.

“Es un pueblo que no ha crecido tan deprisa; hemos tenido alguna oportunidad del boom industrial y no la aprovechamos. Esta zona es ideal porque estamos a 50 kilómetros de Madrid, y entre medias de Valencia, el puerto más cercano; esto podía haber sido importante, pero hemos sido demasiado egoístas”, comenta. No obstante, sigue apostando por mantener en pie su negocio. “En Villarejo estoy a gusto. Aquí tengo a mi familia, me llevo bien con todo el mundo. Me gusta hacerlo crecer, pero tenemos que hacerlo todos”.

La estrecha relación con Villarejo de Salvanés se traduce en las vivencias con su familia y, por supuesto, en el desarrollo de su trabajo. Cuando era niño, desde los siete años, estudió en Madrid y se quedaba en casa de una tía, por lo que cada vez que regresaba al pueblo, emprendía un viaje que significaba el reencuentro con sus padres y su hermana. Más tarde, después de finalizar los estudios en el instituto y en la facultad, regresó definitivamente a estas tierras a trabajar, de modo incansable, hasta la fecha.

Cuando habla de todos estos detalles, manifiesta gran orgullo por haber trabajado siempre con honradez. Aunque ha vivido épocas duras, y no todo ha sido una alfombra de flores, se ha levantado de los momentos de “ruina”. Ruina, una palabra fuerte que quizás connota dificultad para volver a estar en pie, situación que enfrenta con sacrificio y esfuerzo. “Meterse en el pozo y, aunque sea a cubos, sacar el agua”. Un trabajo que, además, lleva a cabo con la ayuda de su familia, precursora de su legado. De la mano de su hijo Gregorio, quien es economista, y se encarga del comercio interior y exterior; y de Manuel, enólogo de profesión, quien fabrica los vinos, conserva una tradición que se extenderá de generación en generación. “Esto no es fácil; muchos han querido montar bodegas, pero se quedan en el camino. Al final, todo se consigue a base de persistencia”.

Aunque la nostalgia por tiempos anteriores es común entre las personas, Félix Martínez asegura que no es prudente quedarse anclado en el pasado. “La evolución, mientras que sea para bien, es fundamental”. Entonces, rememora una imagen que es para todos conocida: La tarea de pisar las uvas con los pies, una faena que él mismo vivió. Hoy, ese proceso ha cambiado. “Ahora lo haces con máquinas de acero inoxidable para que no se contamine. La tecnología la debemos usar de la mejor forma”.

Es cierto que la elaboración era más artesanal y la producción de la uva no era tan forzada, pero a pesar de ciertos cambios, hay “tres cosas particulares” que su padre le enseñó y él jamás olvida: limpieza, limpieza y más limpieza. La belleza, definida como la alegría de la vida, también se halla, indiscutiblemente, en el vino. “La mayoría de la gente no sabe mucho de vino, pero sabe lo que le gusta. Si tú lo pruebas y es agradable, sigues bebiendo. Si no, no lo vuelves a probar”. Pero, añade, esta belleza no solo es posible experimentarla en sus sabores, a través de los demás sentidos podemos apreciarla.

El aroma del vino, afirma, es muy interesante. Los matices que da un vino en una copa, añade, son una delicia: el color de un tinto, los amarillos de un blanco. La textura, apunta, es palpable en cada minuto. El oído, que no se queda por fuera, pues también el vino tiene su propio sonido. Félix Martínez, conmovido, recuerda a Isabel Mijares, enóloga extremeña, a quien llama “la poetisa del vino”. En una oportunidad, cuenta, ésta preguntó a todos los presentes si eran capaces de oír el ruido del verdejo al caer en la copa.

En medio de esta historia, cuando parece que no cabe de regocijo, comparte la anécdota de un joven que trabajó con él hace varios años, y que todas las mañanas se levantaba antes de tiempo, para quedarse mirando fijamente cómo el vino fermentaba en las tinajas. Un episodio que él mismo relaciona con el amor que se debe depositar en el trabajo que uno hace cada día: “Trabajar en lo que te gusta porque realmente disfrutas”. Él, aunque no es capaz de definir con precisión todo el aprendizaje obtenido, reconoce que entre lo más valioso está la amistad, el compañerismo y muchas satisfacciones. En definitiva, “el vino da para mucho, el vino es agradecido”