Hablar de comunidades rurales implica pensar, inmediatamente, en cambios. No es necesario remontarse a épocas lejanas, solo basta volver la mirada hacia el siglo XX para sumergirnos en un proceso de lectura de las modificaciones que surgieron en su estructura económica y sociocultural. Cuando en los años 60 la tierra era sinónimo de socialización y producción, la modernización del campo produjo una ruptura con el campesino: el saber empírico y local transmitido de generación en generación fue sustituido por la tecnificación. Entonces, las nuevas generaciones emigraron a los núcleos urbanos, y los pueblos sufrieron una importante despoblación y pérdida de identidad.

 

Más adelante, entre los años 70 y 80, se produjo un cambio importante en la conciencia social con respecto al medioambiente, a la ecología, a los espacios rurales y al desarrollo. Los ideales desarrollistas fueron puestos en entredicho, especialmente por las consecuencias negativas en el entorno: degradación medioambiental, desertificación social de territorios enteros y desequilibrios sociales y económicos. Acontecimientos que derivaron en una realidad compleja y diversa para cada territorio.

 

Sin embargo, las comunidades rurales están unificada por características comunes: la conexión directa con la naturaleza, el deterioro de la masa forestal, la pérdida de valores culturales, la débil sustentabilidad del territorio (provocada por el abandono de la agricultura y ganadería tradicional), la baja densidad de población y envejecimiento de la misma (la población se configura como estacional o que trabaja en la ciudad, y los jóvenes se marchan en busca de nuevas oportunidades), la falta de servicios y recursos, la escasez de ofertas de ocio y socioculturales.

 

Por otro lado, el desarrollo de los medios de transporte y de comunicación contribuyó también con que las fronteras entre lo rural y urbano no sean tan imperceptibles, pues ambos mundos están ahora conectados. En el campo se han adoptado estilos de vida urbanos (telefonía móvil, internet, televisión, actividades económicas más allá del sector primario); mientras que lo rural ha influido en el mundo urbano, donde se desarrollan huertos urbanos o se buscan nuevas relaciones sociales basadas en lo comunitario.


Ahora, detenidos especialmente en los aspectos culturales que rigen los pueblos, nos fijamos en que actualmente es constante que sus habitantes recurran a la historia local y a sus elementos constitutivos, como ritos, mitos, tradiciones, festividades, en un intento de reidentificar un espacio cuya continuidad con el pasado se ha roto. Así, se retoman manifestaciones culturales del pasado, dándoles un nuevo significado. Por ejemplo, las procesiones que tenían un sentido mágico-religioso (sacar al santo para atraer a las lluvias) se mantienen con el fin de unir a la comunidad y evitar la muerte cultural e identitaria. Es en este escenario, conformado por aspectos definidos como “la nueva ruralidad”, el elegido para desarrollar nuestro proyecto.

La manera clásica de entender la identidad plantea que ésta es una sustancia que se mantiene en el tiempo como igual, unificada e internamente coherente. Tanto si estamos hablando de la identidad de personas individuales como de comunidades o pueblos, se entiende que la coherencia y la continuidad (que no muten ni cambien con el paso del tiempo) son rasgos lógicos que describen realmente la calidad y el propio ser de estas personas o grupos.

 

A lo largo de la historia, esta manera de entender la identidad es lo que ha sustentado discursos racistas y xenófobos. De hecho, desde el punto de vista del argumento es bastante lógico. Si partimos de que la identidad es una sustancia fija y, luchamos por la identidad, entonces, debemos rechazar y eliminar todo aquello que la afecte. Otro posible camino a la hora de entender la identidad de esta manera es caer en un romanticismo nublado que no es capaz de aceptar los cambios.

 

Desde hace varias décadas el punto de vista clásico ha sido cuestionado y se han planteado alternativas que evitan caer en errores políticos como los mencionados anteriormente. Partiendo de la premisa de que uno de los puntos de acción clave en nuestro proyecto es trabajar la identidad, consideramos importante aclarar cómo la definimos y valoramos. En primer lugar, aunque en la actualidad debatir acerca de la identidad representa para los estudiosos quedarse atrapado en el pasado, creemos que la identidad es un proceso de evolución. En los pueblos, además, es una construcción social que surge de un acuerdo mutuo entre sus habitantes sobre las características que los representan y que les permitirán formar lazos para mejorar la vida en su comunidad.

 

Si entendemos la identidad de esta manera, no tendremos problemas a la hora de afrontar cambios o, en el caso de identidades grupales, aceptar nuevos miembros que enriquezcan al conjunto. Por supuesto que desde este punto de vista también se puede trabajar en el rescate o conservación de cuestiones que se consideren importantes pero, siempre, desde un punto de vista más flexible.

 

En ese sentido, sostenemos que la mejor forma de trabajar la identidad es tener en cuenta aquellos aspectos que hicieron y hacen de estas localidades un pueblo rural, a la vez que se mantiene una actitud abierta a los cambios y a la expansión del lugar. No se trata únicamente de fijarla según la herencia de los antepasados, sino de ofrecer herramientas que permitan a los habitantes plantearse la posibilidad de descubrir y construir la propia.

Los seres humanos nos pasamos toda la vida preguntando, queriendo saber qué hay fuera de nuestras cavernas. Muchas veces, sin planearlo, se nos pierde la mirada y divagamos, solos o acompañados, sobre un montón de cuestiones relacionadas a nuestra existencia: ¿Cuál es la razón de mi vida? ¿El trabajo es lo que le da sentido? ¿O será el amor? ¿Estará mi vida predestinada o soy yo el/la que elige el camino? Todas estas cuestiones, tan cotidianas, tan comunes, guardan en su seno problemas filosóficos y, si somos capaces de rasgar, escudriñar, más profundamente en ellas, seguro hallaremos respuestas nunca antes pensadas.

 

Según su definición etimológica, philos (“amor”) y sophia (“pensamiento, sabiduría, conocimiento”), la filosofía no es otra cosa que el amor a la sabiduría, al pensamiento y a la reflexión. Esa ciencia que a primera vista puede resultarnos lejana y ajena, en la que imaginamos que solo los grandes pensadores y académicos tienen cabida, es desde un punto de vista más humano, más cercano, la ciencia de los exploradores: de todas aquellas personas que quieren ver cosas nuevas con respecto a algo y que se empeñan en descubrir, a partir de la búsqueda de respuestas a sus interrogantes, lo que los demás no.

 

Para “hacer” filosofía no es indispensable aprender y memorizar el pensamiento que ofrecen el gran abanico de autores y autoras, sino que en sí misma es una forma de vida, tal y como lo planteó Nietzsche. Por ello, se hace necesario sacarla del ámbito académico y volver a sus orígenes, cuando se hacía en la calle, en las plazas públicas, los maestros y filósofos dialogando unos con otros, y hacerla parte del día a día.

 

Si la filosofía se trata de preguntar (se), dialogar, explorar y a su vez estos verbos conducen al asombro, a la reflexión crítica que fomenta la conexión humana y a un despertar que posibilita un cambio, sin duda aparece como una herramienta ideal para invitar a los habitantes de las poblaciones rurales a cuestionarse acerca de vínculo con el entorno y promover un modo distinto de relacionarse con lo que los rodea, abriendo la posibilidad de cambio.

 

Es en este momento cuando la filosofía se convierte en una herramienta estupenda para pensar estos problemas y hacer una reflexión crítica, usaremos la filosofía como método de análisis. Comenzaremos preguntándonos cuestiones básicas. ¿Cómo nos relacionamos con nuestro entorno? o, tal vez, ¿Cómo hemos sido educados para relacionarnos con el entorno? Si nos detenemos un segundo, podremos notar que hemos sido educados con la idea de que existe una separación radical entre el hombre y la naturaleza. Es decir, por un lado, está el sujeto (nosotros, los seres humanos como especie) y, por otro, separado, la naturaleza (el objeto). De esta manera todo el discurso científico y económico se ha establecido bajo un sentido meramente utilitario que nos ha enseñado que podemos invadir y dominar a la naturaleza con el fin de sacar provecho de ella.

Si por un lado el arte representa el pensamiento de la sociedad que lo produce, y por el otro ha demostrado que puede contribuir en cuanto al desarrollo tanto del individuo como de las comunidades, no cabe duda de que es una herramienta fundamental para generar espacios de reflexión, y así mismo, es indispensable en este proyecto. “El arte, define el periodista y escritor Juan Carlos Gea, es un buen medio para conectarse al zócalo del lugar, inspirarse en él y en lo que ofrece y regenerarlo utilizando los dos polos principales de toda actividad artística: las emociones y las reflexiones”.

 

Significativo, en este sentido, es el caso de Joseph Beuys (1921-1986). Tras haber vivido los horrores de la Segunda Guerra Mundial, el artista alemán centró su trabajo en la necesidad de reactivar el sentimiento de pertenencia a una comunidad fragmentada y herida, convirtiendo así al arte en una herramienta para emprender un proceso de curación de los traumas de una época.

 

A pesar de que uno de los estigmas más frecuentemente vinculados con el arte contemporáneo es el de acompañarlo de palabras como “urbano”, “cosmopolita” o “tecnológico”, y términos como “naturaleza” o “rural” parecen desligados de lo que uno relaciona con el arte en este momento histórico, nos resulta cada vez más evidente la necesidad de no desligar al hombre de la naturaleza y de la práctica artística. Esta idea, al igual que otras que han nacido a lo largo de la última década, parte del deseo de relacionar el arte con términos como “rural” o “natural”. Pueblos en arte, RURAL C, REZUMA o Campo Adentro son solo algunos de los proyectos o colectivos que han buscado regenerar el medio local a través de la cultura.

 

Recuperando sus experiencias, decidimos centrarnos en una posibilidad en concreto: el museo efímero. Incluso en la ausencia de un exhaustivo marco teórico común, esta modalidad expositiva reúne múltiples experiencias que van desde El Museo Effimero della Moda, organizado en Florencia por el comisario Olivier Saillard en 2017, a la creación de un museo al aire libre en el I Certamen de Arte en la Viña (España). Es a partir de estas distintas investigaciones y experiencias que decidimos elaborar nuestro propio modelo de Museos Efímeros alrededor de cuatro puntos: espacio público, multidisciplinariedad, arte relacional y duración.               

   

-Espacio público.  Uno de los objetivos de muchos proyectos artísticos, surgidos a partir de los primeros años 2000, ha sido la restitución a la ciudadanía de áreas degradadas del entorno urbano. Es este el caso de la intervención puesta en marcha por el movimiento Acorda Lisboa (MAL, Movimiento Despierta Lisboa) y la fundación Pampero, en 2008. Además de pionera, se trataba de hecho del primero museo efímero del mundo, la iniciativa permitió rescatar la street art del Barrio Alto de Lisboa de la etiqueta de “contaminación visual”, poniendo en valor esta zona de la capital portuguesa. Estas operaciones de recuperación se realizan a menudo en dos niveles: en el plan físico y en aquello de la memoria.

 

Aunque si de manera diversa, tanto el Museo Efímero del Olvido, proyecto curatorial del Salon Regional de Artistas Zona Centro (Colombia), como Acciones Cítricas, operación diseñada para el barrio Naranjal de Medellín, recogen una inquietud hacia el poder destructor del tiempo. Si en la primera propuesta expositiva el recuerdo es cuestionado como reconstrucción, en la segunda el pasado se transforma en la última posibilidad de recoger la memoria de un barrio pronto a desaparecer por la ejecución de un plan de renovación urbana.

 

-Multidisciplinariedad. El espacio público ha permitido y permite formas de intervención heterogéneas. Mejor que las galerías y los museos, las calles representan el lugar ideal para interrumpir la rutina diaria con creatividad. La pintura, el dibujo, la performance y la fotografía son solo algunos de los formatos que se han utilizado. Si en 2017, por ejemplo, el Festival Concéntrico 03 invadió la ciudad de Logroño con nueve instalaciones arquitectónicas efímeras, la céntrica plaza madrileña de Callao se convirtió en escenario de videoarte, murales y danza, durante la edición de Franqueados 2018.

 

-Arte relacional. Aunque si movimientos como el Surrealismo, el Dadaísmo o Fluxus, pueden considerarse precursores de esta idea, es el comisario Nicolas Bourriaud quien introduce este concepto en 1996, por primera vez. Se trata de una definición que pone al centro de la propuesta artística la interacción y las relaciones humanas, buscando potenciar las historias de individuos y colectivos.

 

A raíz de los 90 muchos creadores se alejan de la producción de objetos o artefactos, optando por desarrollar prácticas de naturaleza colaborativa y cambiando la relación entre practicantes y espectadores activos. En otras palabras, el vínculo entre la obra de arte y el destinatario traspasaba la línea de la mera observación. Esto empezó a generar una visión renovada de la ciudad, una invitación directa a “apoderarse” de sus calles y un redescubrimiento de espacios marginales. Uno de los casos quizá más interesantes, debido al uso que hace del espacio rural, es The Land Foundation de Rirkrit Tiravanija. En su obra conviven dos planos de actuación: el de la globalización y el de lo local.

 

-Duración. En la obra El museo efímero. Los maestros antiguos y el auge de las exposiciones artísticas, el famoso profesor Francis Haskell ya argumentaba cómo la temporalidad de una exposición de arte provocaría una emoción especial, dada por la convicción de que nunca se podrá volver a ver lo que ésta nos ofrece. Aunque todo el texto trate del cambio operado durante el siglo XX, cuando la mayoría de los museos del mundo empiezan a organizar sus exhibiciones, el estudioso argumentaba entre líneas que la gran expectación que las muestras contemporáneas generaban se debiera a sus existencia efímera.

  • Ara Lázaro, J. y Begoña Torres, G., 2004. El museo efímero. Los maestros antiguos y el auge de las exposiciones artísticas. Frances Haskell. Museo.es. Revista de la Subdirección General de Museos Estatales, pp. 246-252.
  • Cercós i Raichs, R., 2015. El pensamiento estético-pedagógico de Joseph Beuys: entre la utopía y el mesianismo, Vol.I, sección 1. In: XVIII Coloquio de Historia de la Educación. Barcelona, España, 7 de Julio.
  • Gea, J. C., 2016. “¿Puede el arte contemporáneo crecer en suelo rural?, La Voz de Asturias, 29 de Julio.